Sunday, September 13, 2009

Prisión blanca.


Una de la mañana. Su mirada fija en una botella de vidrio que parecía sudar pequeñas gotas de cordura, que incluso cuando las tocaba, le hacía sentir un frío que como por arte de magia se evaporaba entre las yemas de sus dedos, y una ráfaga caliente terminaba por acariciarle la espalda. Sentía hormigas caminándole sobre la palma de sus manos, el pulso acelerado, pero ya no tenía ganas de hablar.
De repente un impulso interno, de nuevo esa ansiedad impura que le sacudía el pecho y le hacía rebotar diversas maniobras en su mente. El sentimiento de inmunidad y autosuficiencia eran lentamente usurpados por ésta nueva muestra de angustia, pero algo por dentro le decía que aún no era tiempo, que esperara, que no fuera tan obvio, que se tranquilizara.
Presiona con fuerza sus dedos entre cerrados, intentando incrustar sus uñas sobre la palma de su mano, pero no lo siente. Tampoco siente que en realidad ha estado hablando demasiado, ni que el movimiento de sus piernas es ahora excesivo e irritante.
Vuelve a ver a su compañera, que se encuentra en la barra hablando con un hombre apuesto, extraño. Baja su mirada al piso, se da cuenta que no le importa.
Urga presurosamente en su pantalón, en cada una de las bolsas. Saca sus llaves, monedas, confites, basuras. Busca en su billetera pero no encuentra más que otra razón para volverse histérico. Su mente gira, y piensa, y supone, y desespera.
Se acerca enojado a ella, tirando de su brazo, apretando con fuerza. Le reclama, le insinúa celos que en realidad no existen porque ya hace mucho tiempo se extinguió la llama que los precede, forcejea, lucha, al final logra que se la devuelva y la guarda con sumo cuidado en su bolsa derecha. Se detiene, nervioso, agitado. Pasa su mano por el labio superior de su boca, rozando con sutileza su nariz, terminando por pasar la lengua sobre sus encías sin la capacidad de sentir absolutamente nada.
Regresa a la mesa y toma un pequeño sorbo de cerveza, revisa con paranoia su alrededor, mira a cada persona que se encuentra cerca de la barra, cerca de la puerta principal, cerca del baño, del espejo, de la cocina. Reúne fuerzas interiores, le pide a la mujer que cuide su cerveza y se dirige al último baño que tiene puerta. Presuroso lo cierra. Baja la cadena, cierra la tapa, revisa su bolsa izquierda. Empieza a temblar, revisa ahora la derecha. La encuentra. Observa con sus ojos ya vidriosos al autor de sus desgracias, el verdugo de sus sueños, su ansiedad constante, quién controla cada uno de sus días y le carcome el pensamiento. Un par de golpes, saca sus llaves y aspira profundamente, no una, dos, ni tres veces, sino cuatro, hasta cinco si es posible. Ya no hay nada en la bolsa, tembloroso la chupa, se la mete a la boca, la saborea, intenta tragársela pero no puede. La tira en el piso, se chupa los dedos y se los pasa por los orificios de su nariz, una y otra vez, como si fuera un gato obsesionado con la limpieza, acicalándose, saboreando su desventura.
Cierra los ojos, disfruta el golpe en su cabeza, pero sus manos tiemblan demasiado, y su corazón ahora quiere escapársele del pecho. Se apresura por quitar la tranca y sale de aquel encierro. Ahora ya siente diferente, ahora una gota amarga se escapa de su nariz, sin él darse cuenta. Ya casi no queda gente en el bar, su compañera no está, y se han llevado la cerveza de su mesa.
Pero nada de eso importa. Ahora lo que realmente interesa es dónde conseguir más, más de eso que amputa su humanidad, eleva su alma a otra realidad y suprime sus sentimientos, para inundarse y simular ser superior, y convertirse en un ente sin libertades ni deseos: un dios de nariz blanca y sueños muertos.

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Paola Cascante
24-06-2009
Tema: Prisioneros

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