Había una vez, en el espacio seco que traduce el tiempo y lo convierte en un movimiento suave, adultero, como el viento que roza los cuerpos, pero lejos de caricias transmite algo mas fuerte; un camino cubierto de tierra, fango y rosas sin espinas ni pétalos color rojo. Un pedazo de tierra del que de vez en cuando rebosaba leche y miel.
Aquel pedazo de tierra, en cuyas venas circulaban los mas grandiosos y antiguos secretos que trascendían el tiempo y espacio, era gobernado por dos grandes principados, hermanos gemelos pero de semilla distinta.
Y así ocurrió, que mientras eran aun niños compartieron su simiente, su legado y fortuna, poseyendo cada una de las criaturas que habitaban en aquel pedazo de tierra, manejando a su antojo cada estatuilla tiesa que se cruzara en su camino.
Actuaban como terratenientes, pero eran herederos tan sólo del aire. En realidad toda aquello que se divisaba hasta más allá del horizonte le pertenecía a una legión de dioses, que sin embargo fueron muriendo poco a poco uno a manos del otro. Bastaba con ganar un juego de palabras y quebrar unas cuantas estatuillas para lograr la destrucción de algún todopoderoso, pero aquel secreto lo sabían únicamente las deidades. Así, cada vez que moría un dios todo el sistema lógico, político y social cambiaba, dando giros varios en el tiempo y espacio, transformando incluso las tareas habituales de nuestros dos protagonistas, a tal grado, que en su pecho se iba pintando una figura, luego de amputársele un pedazo de lo que llevaban en el brazo.
Sucedió entonces, con el paso mutilado de billones de años cambiantes, que ya ambos terratenientes estaban habituados a sus labores, siendo que únicamente quedaban dos deidades, las más listas de la legión entera. Escondidos entre ramas, aquellos dos, temerosos de su destino, esperaban a cada momento que ambos dioses se cruzaran en el camino adecuado y empezaran alguna plática. Habían dejado incluso las súbitas posesiones varias en los cuerpos de arcilla que de vez en cuando se topaban, porque después de todo, se habían aburrido con aquel rol que desde hace tiempos ya no cambiaba.
Una tarde de diciembre al fin llegó aquel día con ese momento resbalándose de entre las cavidades rocosas de aquel terreno, y entre la leche y miel se escurrieron las dos deidades, dispuestas a sacrificarse en un duelo.
- Arjit bur na bar la mit, est la far der mista bint, ich le rua ban nef tistu ofkbarta optrikmane kirtubma na bar, mi test der mista bint, arjit le rua… – incitó con elocuencia uno de ellos.
- Est le bin le rua sin, okbart kin ta run, le bin tistakbur, kir itsbarkon thusr bruppta kfir tkopta terks burnt nor, le bin tsafar – respondió con franqueza el otro.
- Itch! Le bin tis far nur le ostir lakshjatbor kistbur lers bunrts konf this far, le bin arjit rua ban kfijkart furtsk itch fyvon ofst ghiwer lopsbve porter le raun irsta knopfken … Ister ken bur le von tisfan bin rua vkon tsafar? – insistió el primero
- Argtz mirf tin des le bin tirfs? - contestó el otro
Y así continuaron su diálogo hasta pasadas horas de aquella tarde.
De repente, cuando ya no había esperanza de algún duelo, ambos dioses se volvieron invisibles, señal inexcusable de que había empezado su batalla. Lo único que se podía escuchar era su discusión, pero a manera de susurro, sin poder nunca distinguir quién era el que estaba hablando.
Habiendo llegado la noche, reapareció uno de ellos. Se dispuso a quebrar la única estatuilla que quedaba y se dirigió hacia donde estaban ellos. Ya los cambios eran notorios en el aire, y las estatuillas de arcilla habían mutado su semblante. Aquel dios dictó tan sólo una orden, que permanece inmortal hasta nuestros días, y traducida en el lenguaje de las estatuillas significa: "Muerte, desde hoy serás llamada Vida; Vida: desde hoy serás llamada Muerte"
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Paola Cascante
05-09-2009
Tema: Muerte
Tuesday, March 02, 2010
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