Sunday, September 13, 2009

Búsqueda eterna.


Le tengo pavor a la noche, miedo a su innegable presencia. Tengo mi pecho lacerado con las huellas invisibles de quienes me han poseído, incansables almas que corren presurosas entre un mar de placer, hasta sucumbir y ahogarse entre mis piernas. He intentado rellenar con cada caricia falsa el hueco hondo en mi pecho, cada beso tieso que me rasca la cara y lastima mi lengua, cada pene flácido que se afila con un sutil pensamiento, y me hace caer sencilla, hueca, obstinada y cansada de cada empujonzazo seco.

Cada noche la misma historia, la misma terquedad, las mismas manías, y la necesidad de sentirme amada. Buscando entre la sombra, la luz y las tinieblas, entre ramas, bosques, cafetales y acequias, entre mano y mano, callo y callo, boca y boca; entre historia e historia. ¿Cómo era posible que con tanta vida alrededor no pudiese yo encender la mía, librarme de aquella maldición, de aquel ladrón que me arrebataba lo que al fin parecía pertenecerme?

Cada paso, un camino más que lleva hacia el abismo. Ahí estaba él, mi nuevo destello de luz, nuevo suspiro finito, posible héroe secreto. Llegó sin saludar a nadie, me besó con efusivo entusiasmo. Sí pensé que sería él mi libertador, sí quien cambiaría mi destino. Su mano sobre la mía, su mirada fija en mi boca. Y para variar yo con el miedo justificado carcomiéndome hasta los huesos, el temor a que se perdiera en mis ojos, ver el monstruo que llevo dentro, el que parece querer escaparse de mis córneas, junto a un pecho que ya no palpita y hace tiempo dejó de ser pleno.

Tomamos algunos tragos, sí un poco borrachos. Alcohol, bendito suero infalible, éxtasis de dioses y humanos, capaz de torcer la razón, inclinarla sobre caminos extraños. De repente, aún en la barra, noto una mueca extraña; su rostro, directo sobre mi cara, empieza a rebuscar lo que todos intentan, y fallan. Empiezo a sentir pánico, porque sé que lo ha descubierto. Ahora él me detesta, ahora le tengo miedo. Se habrá dado cuenta de algo, eso que yo ni idea tengo, eso que parece siempre amputar el sentimiento interno, eso que siempre impregna al amante, amigo sincero, y ahuyenta. Ya todo está perdido, ya nada querrá conmigo.

Separa su cara de la mía, vuelve a ver hacia el piso. Me toma del brazo, predigo el resto del camino.
Me llevó entonces a un cafetal, mucho más largo que el resto de los otros esbirros. Me sentó sobre el lomo de su caballo, subiendo mi enagua casi hasta las caderas, dejando mis dos muslos descubiertos, tocando directo mi piel con su pelaje robusto, áspero y un poco seco. Montó él sobre la silla, y empezamos a cabalgar despacio. Su mano derecha soltó la rienda del animal, y la puso sobre mi pierna. Áspera, seca, conductora de lujuria, de pasión rancia, de oportunismo necio. Poco a poco empieza a subir hacia mis muslos, y yo empiezo a reír, reír de nervios, de espanto, de decepción, de desencanto. Yo sabía, el hombre borracho, sube más su mano, vuelve a ver hacia atrás sin mesura ni recato. Ágil maniobra, cara enferma, muestra sus dientes, sus ojos lascivamente enfocados. Roza mi pecho, lo presiona sin tacto. Vuelve a ver al frente, bajando su mano. Maniobra un poco con el animal, que empieza a mostrarse inquieto, molesto, estupefacto.
Justo entonces cuando se da la vuelta, jugueteando con su lengua, y metiendo su dedo en mis entrañas, caigo en un éxtasis de dolor, pena infinita, y condena. Me convierto entonces en un animal, relincho fuerte, sedienta, queriendo ser redimida, arrancando de un mordisco su cara, correspondiendo con brutal ceguera el arrebato, y de nuevo soy plena.

A la mañana siguiente el pueblo susurra mi nombre, pero nada saben de mí, inventan historias y se llenan, de justificaciones vacuas, banales y enfermas, allanando sin querer mi camino, para seguir en mi búsqueda eterna.

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Paola Cascante
05-09-2009
Tema: Leyendas y Mitos

Hoy quería verte…


“Hoy quería verte. Enterrarte a vos un puñal por el sueño extinto de un pedazo de vida ahora inerte, y respirar cordura en vez de esta codicia que hoy me quema hasta los huesos, y hace rechinar mis dientes”, terminada la frase levantó con rapidez sus manos, pero en una ágil maniobra el hombre se apresuró a tomarla de los brazos, sujetarla con fuerza, e intentó evitar otra muerte.

Estaba sola. Su tez asemejaba a la de una diosa griega, con las piernas entrecruzadas y la espalda recta, pero curiosamente prefería posar de pie frente a un espejo justo al lado izquierdo de la puerta. Cuando estaba de pie, sus pequeños talones cabían con extraña precisión en cada azulejo, forzados a formar una uve en dirección a la esquina más oscura del salón, y sus manos se balanceaban con sutileza en un vaivén mecánico que le hacía evocar ciertos recuerdos que sin embargo en aquel momento no eran apropiados, mucho menos bien recibidos. Además del gigantesco reflector que sin embargo no era capaz de encarar a ojos abiertos, un pequeño televisor que no hacía ruido alguno se posaba en la esquina derecha superior del cuarto, y un reloj gigante clavado sobre la puerta parecía clavarle cuchillos al aire en cada tic-tac que emitía.

Tenía la mirada perdida. Su respiración fuerte y entrecortada parecía funcionarle como placebo, como un invento maquinado por el destino para hacerla sucumbir en un sueño que parecía mudo, provocando que cada una de las imágenes recordadas se hicieran cada vez más vivas, aunque su razonar más hiriente. En medio de la habitación se encontraba una cama grande pero un tanto incómoda, de colchón ortopédico, ya un poco amarillenta. De no ser por la dureza de los resortes y la tela que la cubría, bien pudo haber funcionado como caja de arena, tomando la forma de quien se posase sobre ella.

Apretaba con fuerza sus dientes. No podía entender el sentimiento que al parecer ahora le abordaba con más fuerza que antes, porque tenía el pecho vacío. Vacío, sí, drenado, literalmente sin un pedazo de vida por dentro, su vida y la vida de otro pedazo de carne, como ella pero más ingenuo y más pequeño. ¿Pero cómo saberlo? De niña, cuando aún se tiene la boca grande y la razón pequeña, se había atrevido a decir aquel discurso adornado justo con aquella palabra que con los años redescubrió maldita, la misma que hoy la ataba y quebrantaba su espíritu, como cuando se latiga con una diminuta rama de café un pedazo de estiércol que parece seco, y se despedaza poco a poco con cada golpe, escurriendo un líquido amarillento, legándole al aire un distintivo olor a mierda que ni aún vomitándolo se puede olvidar con facilidad.

Tenía la boca abierta. Sí, abierta, con el ceño fruncido y apretando los dientes con fuerza. Recordaba aquellas palabras, aquella verborrea inquisitiva que hoy le parecía blasfema, aterradora, obscena. El idealismo de creer entender las causas por las que una persona tenía que valorar la vida, como obligación moral, sin importar las circunstancias. Recordó la molesta intervención de una de sus compañeras, abogando conciencia, sobriedad, sentido común, humanidad con certeza. Decía la muy ilusa que si por violación, que si se forzaba, que si por piedad, que si por respeto a la integridad, que no por torta ni autocomplacencia. Pero de pronto y como un golpe repetitivo, el recuerdo que le seguía a aquella imagen parecía taladrarle la cabeza, y un movimiento involuntario le azotó los músculos próximos a los de su oreja, bajando por su cuello, llegándole a los brazos y las piernas.

Tenía las manos manchadas. Presiona con fuerza un pedazo de vidrio estancado entre la palma y los dedos de su mano, pero el dolor parece no fluir por sus canales nerviosos. De repente un doctor entra con semblante tranquilo, brusco, sin previo aviso, pero queda estupefacto viendo la escena. El cuerpo de la mujer se posa sobre la cama, con la cabeza erguida y su mirada ahora sí fija en el espejo. Desnuda se balancea de un lado a otro como un péndulo, siguiendo el tic-tac del gran reloj que ahora la ha hecho su presa. Hay sangre regada en el colchón, en el piso, sobre el televisor y en la perilla de la puerta, y de su boca sale un susurro que no produce eco ni resuena: “… hoy quería verte. Enterrarte a vos un puñal por el sueño extinto de un pedazo de vida ahora inerte, y respirar cordura en vez de esta codicia que hoy me quema hasta los huesos, y hace rechinar mis dientes”

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Paola Cascante
23-07-2009
Tema: Ironías

Prisión blanca.


Una de la mañana. Su mirada fija en una botella de vidrio que parecía sudar pequeñas gotas de cordura, que incluso cuando las tocaba, le hacía sentir un frío que como por arte de magia se evaporaba entre las yemas de sus dedos, y una ráfaga caliente terminaba por acariciarle la espalda. Sentía hormigas caminándole sobre la palma de sus manos, el pulso acelerado, pero ya no tenía ganas de hablar.
De repente un impulso interno, de nuevo esa ansiedad impura que le sacudía el pecho y le hacía rebotar diversas maniobras en su mente. El sentimiento de inmunidad y autosuficiencia eran lentamente usurpados por ésta nueva muestra de angustia, pero algo por dentro le decía que aún no era tiempo, que esperara, que no fuera tan obvio, que se tranquilizara.
Presiona con fuerza sus dedos entre cerrados, intentando incrustar sus uñas sobre la palma de su mano, pero no lo siente. Tampoco siente que en realidad ha estado hablando demasiado, ni que el movimiento de sus piernas es ahora excesivo e irritante.
Vuelve a ver a su compañera, que se encuentra en la barra hablando con un hombre apuesto, extraño. Baja su mirada al piso, se da cuenta que no le importa.
Urga presurosamente en su pantalón, en cada una de las bolsas. Saca sus llaves, monedas, confites, basuras. Busca en su billetera pero no encuentra más que otra razón para volverse histérico. Su mente gira, y piensa, y supone, y desespera.
Se acerca enojado a ella, tirando de su brazo, apretando con fuerza. Le reclama, le insinúa celos que en realidad no existen porque ya hace mucho tiempo se extinguió la llama que los precede, forcejea, lucha, al final logra que se la devuelva y la guarda con sumo cuidado en su bolsa derecha. Se detiene, nervioso, agitado. Pasa su mano por el labio superior de su boca, rozando con sutileza su nariz, terminando por pasar la lengua sobre sus encías sin la capacidad de sentir absolutamente nada.
Regresa a la mesa y toma un pequeño sorbo de cerveza, revisa con paranoia su alrededor, mira a cada persona que se encuentra cerca de la barra, cerca de la puerta principal, cerca del baño, del espejo, de la cocina. Reúne fuerzas interiores, le pide a la mujer que cuide su cerveza y se dirige al último baño que tiene puerta. Presuroso lo cierra. Baja la cadena, cierra la tapa, revisa su bolsa izquierda. Empieza a temblar, revisa ahora la derecha. La encuentra. Observa con sus ojos ya vidriosos al autor de sus desgracias, el verdugo de sus sueños, su ansiedad constante, quién controla cada uno de sus días y le carcome el pensamiento. Un par de golpes, saca sus llaves y aspira profundamente, no una, dos, ni tres veces, sino cuatro, hasta cinco si es posible. Ya no hay nada en la bolsa, tembloroso la chupa, se la mete a la boca, la saborea, intenta tragársela pero no puede. La tira en el piso, se chupa los dedos y se los pasa por los orificios de su nariz, una y otra vez, como si fuera un gato obsesionado con la limpieza, acicalándose, saboreando su desventura.
Cierra los ojos, disfruta el golpe en su cabeza, pero sus manos tiemblan demasiado, y su corazón ahora quiere escapársele del pecho. Se apresura por quitar la tranca y sale de aquel encierro. Ahora ya siente diferente, ahora una gota amarga se escapa de su nariz, sin él darse cuenta. Ya casi no queda gente en el bar, su compañera no está, y se han llevado la cerveza de su mesa.
Pero nada de eso importa. Ahora lo que realmente interesa es dónde conseguir más, más de eso que amputa su humanidad, eleva su alma a otra realidad y suprime sus sentimientos, para inundarse y simular ser superior, y convertirse en un ente sin libertades ni deseos: un dios de nariz blanca y sueños muertos.

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Paola Cascante
24-06-2009
Tema: Prisioneros

Los indios siempre tienen la razón.


Se le mira inquieto, a cada minuto parece fruncir más el ceño. Ya ha llegado a tener pequeños espasmos musculares, la cama está empapada de sudor, y se le medio entienden palabras que sin embargo no estoy segura de saber a qué se refieren.
¡Toda la noche chillando sus dientes, y ahora esto!
Pero me da miedo tocarlo, no lo conozco lo suficiente para predecir su reacción, y me da miedo terminar con un ojo morado. Si tan solo no estuviera en la esquina, contra la pared, desvestida, y sin éste olor a guaro que me entra por la nariz y termina por confundir mi vista...
De repente un leve espasmo estomacal, ¡es el colmo que me hayan dado ganas de cagar, y yo sin un mísero calzón que me amarre el intestino!
Le veo la cara, está cada vez más agitado, enojado.
Si tan sólo se cayera de la cama, talvez si lo empujara... pero no, podría agarrarme el brazo y mínimo terminaría desmontado, con un morete en la cara y quizás un diente arrancado.
¡Hay pero esos dientes y ese murmullo me están volviendo loca!, tengo que hacer algo.
Miro la botella vacía de guaro, que está justo a mi lado, escondida en la hendija que se forma entre el colchón y la pared, con ese rostro blanco de indio sabio que me dice: "golpéalo y salte del rincón".
Bueno... es que sino voy a terminar embarrándole la cama, como en aquella película europea, la de los drogadictos con agujas, heroína y escamas en el alma. Pero si lo golpeo se enojará, y entonces quizás sea yo quién termine con toda la cara morada.
Intento tocarle el hombro pero un espasmo muy violento me interrumpe a medio camino. Me arrincono con desesperación de nuevo a la pared, frunciendo el orto, con temor a que se me escape un pequeño pedazo.
Lo pienso un poco, ya no puedo más. Calculo entonces el espacio que hay entre mi lado y el suelo, creo que no es demasiado. Me levanto con prontitud e intento un salto desesperado. Mi mente pierde control sobre mis músculos, y se derrama todo aquel líquido café sobre el sujeto y la cama. Caigo mal y se me dobla el tobillo. Suelto un grito enorme de dolor, y por mi peso, al ser piso de madera, retumba la habitación, se desacomoda una varilla mal puesta, y termina por caerme una pelota de boliche en la cabeza, haciendo que mi nuca se golpee contra el filo de la cama.
Pobrecillo.
Imagínense lo que es despertarse de una pesadilla completamente agotado, empapado, y con el corazón queriéndosele salir del pecho, para encontrarse con un hecho imposible de explicar, todo oliendo a mierda, la policía encima de uno, y muchos años que descontar en la cárcel.
Debí haberlo golpeado con la botella de cacique: los indios siempre tienen la razón.

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Paola Cascante
24-05-2009
Tema: Pesadillas

La Puerta.

 Abrir o no. Desde hacía algunos minutos su noción de vida giraba en torno a esa decisión, todos sus sentidos se enfocaban en el cerrojo, y aún su mano no podía hacer volver la perilla. Era simple, pero ¿y si estaba trancada?; entonces tendría que hacer más esfuerzos, y eso le daba pereza, meter su mano en el pantalón y escarbar un poco hasta encontrar el puño de llaves, una ardua, cansada y monótona escena. ¿Y luego que?; no bastaba sólo con sacarlas, sino encontrar la correcta: otro esfuerzo absurdo que se había vuelto en parte de su vida.

 Buscaba descanso detrás de la puerta, siempre esa fue su empresa. Detrás de ella un manojo de cosas desnudas, imperceptibles en la oscuridad que sin embargo, si se chocaba con ellas, eran capaz de hasta hacerle tropezar. Pero quizás no estaban allí, después de todo con los ojos cerrados se puede simular lo que se concibe como vacío, y tal vez la existencia de los objetos estaba sujeta a la percepción que se plasma en los ojos y es procesada por la mente, lo que nos enseñaron cuando niños, cuando no conocíamos nada… -pensaba-

 Cerró entonces los ojos e imaginó una sala desnuda, su sala, evocó esfuerzos internos y logró visualizar la cocina, una pequeña estancia, el baño y al final del pasillo su cuarto, también desnudo, paradójicamente detrás de otra puerta, sin cerrojos ni perillas, de la cual sólo bastaba empujar para hacerla desaparecer por algunos instantes de las bisagras que se aterían a ella cuando estaba cerrada.

 Así que la existencia de todas aquellas cosas estaban sujetas a su percepción, en realidad su tranquilidad no yacía en lo que se posaba en ellas, sino en su ilusión de ver sentir y poseer todas aquellas cosas que al fin y al cabo era posible que no existiesen, porque no emanaba de ellas ningún sentimiento, y las cosas frías y desnudas no pueden hablar. Es obvio que para nadie aquel hecho era importante, simplemente era suficiente con haberlas hecho su posesión a base de esfuerzos infrahumanos, o quizás demasiado humanos, e inclusive para él tampoco eso era importante, no hasta ahora, no luego de algunas horas nostálgicas en la silla del edificio del frente, no luego de haberse detenido ante la puerta. 

 De repente un apagón. Seguía inmóvil con la mano en la perilla, unos cuantos segundos y las luces de emergencia se encendieron dándole un aspecto tenue y rojizo a lo que se hallaba de frente. Volvió a ver hacia el bombillo, que estaba a sus espaldas, pero luego, al volver su mirada a la puerta, encontró un rótulo que le iluminaba la cara. Ábrame, decía la misteriosa inscripción. Así que la locura era esto, pensó mientras tapaba con las manos sus ojos, que temblaban al unísono del vacío, vértigo que envolvía su estómago y le provocaba querer vomitar sin nunca poder hacerlo. Un par de pasos hacia atrás, con los ojos cerrados, metió las manos en sus bolsillos, un respiro profundo y abrió los párpados, con el alma queriéndosele escapar empujando con fuerza sus córneas, empapadas con sudor, enrojeciendo sus ojos. Una imagen frágil frente a su cara, el letrero ya no estaba, pero en vez de ello, un transeúnte que lo imitaba; secó sus ojos y se dio cuenta que era su cuerpo lo que se reflejaba.

 Se adelantó un poco ante el espejo, logro ver su rostro, pero no encontró algo cotidiano en él, estaba pálido, se sentía frío, desnudo y sudoroso. Pasó la mirada por su cuerpo, pero se rindió enfocándose de nuevo en su cara, trató de asomarse en los ojos, como si quisiera encontrar algo perdido, algo que sin embargo sabía ya no era suyo, porque tampoco extrañaba, y no lo lograba. Puso su mano en la pared, fría y desnuda como él, cerró los párpados y de inmediato se escuchó un murmullo, un clamor, como agujas que parecían azotarle el cuerpo. A lo lejos el llanto de un niño, las sirenas de una ambulancia, y de repente, unos segundos después, el eco que aún rebotaba en las paredes de un disparo seco en la nada.

 “Me equivoqué, así que la soledad era esto…”

Paola Cascante.
07-01-06.